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Un Mono es una de las pocas formas de vida conocidas capaces de metabolizar el café a palabras. Al menos con tal eficiencia. Le teme al soponcio, pero más le teme a encontrar habas en su plato. Si usted se encuentra con él, no le hable, podría darle pie a hacerlo él también.

sábado, 6 de octubre de 2007

Propaganda: De Arturo Pérez-Reverte

Sí, les he dado mucha lata con este tipo. Pero es que es bueno.
Este artículo lo leí en "Patente de corso (1993-1998).

Kaláshnikov

Como tantas otras cosas, al Kaláshnikov se lo car­gó la perestroika. Ustedes saben que el Kaláshnikov es un fusil de asalto comúnmente conocido en sus modali­dades AK-47 o AKM, que sirve para disparar muchos tiros aunque llueva, haga calor, hiele o el arma esté llena de barro. El Kaláshnikov es una especie de todo terre­no de los artilugios bélicos, barato, simple y resistente, cuya imagen —recuerden su conocido y característico cargador curvo— se ha asociado, durante décadas, a los movimientos revolucionarios y de liberación, a las gue­rrillas de más de medio mundo.

La primera vez que lo vi en persona, al natural, fue en 1974. Lo empuñaba un guerrillero palestino y le hice una foto. Reconozco que contado así, en frío, sue­na fatal. Pero he de matizar en mi descargo que, por aquel entonces, un Kaláshnikov era para un joven re­portero lo que para un músico un Stradivarius. Añadiré, para los meapilas, que gustan de justificaciones morales y cosas así, que esa arma, por aquel entonces, era prácti­camente el símbolo de los muchos pueblos que aún creían poder ganar su libertad a tiro limpio. Ignorantes, dicho sea de paso, de que las libertades se ganan a tiro lim­pio y se pierden después del último tiro, cuando los re­volucionarios toman el palacio presidencial y llegan los truhanes, los mangantes y los mercachifles emboscados, para jubilar a los de la escopeta y hacerse cargo ellos de la situación.

El caso es que, cuando todavía eran soviéticos, los ru­sos se forraron a base de inundar de Kaláshnjkov los mercados de armas internacionales. Salían en cajas rotu­ladas, por ejemplo, como maquinaria industrial, con des­tino oficial a Burundi, y luego aparecían en manos del Vietcong, los Tupamaros, las guerrillas angoleñas o el Po­lisario. El Kaláshnikov le puso fondo sonoro a la historia de medio siglo xx. Sostuvo utopías y perpetró atrocida­des. Tradujo a su lenguaje brutal, inapelable, lo mejor y lo peor, el heroísmo y la barbarie del hombre del ser hu­mano a cuyas manos y pensamiento servía. Durante mu­chos años vi a innumerables hombres y mujeres dormir abrazados a su Kaláshnikov como abrazados a un sueño:

palestinos, sandinistas, farabundos, eritreos, mozambi­queños, muyahidines, bosnios. En la última imagen que se conserva de Salvador Allende, momentos antes de su muerte en el palacio de la Moneda, aquel presidente gor­dito, consecuente y valeroso lleva un casco de acero en la cabeza y empuña un Kaláshnikov AK-47. A mi amigo Belali Uld Maharabi, saharaui, que había sido cabo del ejército español hasta que España le escupió a la cara, lo mataron en Uad Ashram en 1976 con un Kaláshnikov en la mano. Y en algunas fotos que hice por ahí, por esos mundos, hay guerrilleros desharrapados y valientes que l evantan el Kaláshnikov en alto, como una bandera. Y ahora abro un periódico y resulta que la fac­toría de Tula, una de las dos que fabricaban ese fusil en la antigua Unión Soviética, está en plena reconversión porque, en los últimos años, las ventas han caído en pi­cado, de 200.000 a 40.000 unidades anuales. El fin de la guerra fría, la desmilitarización de la antigua URSS y su liquidación como gran potencia internacional les han dado la puntilla a las exportaciones masivas de antaño. No porque no haya guerras que absorban la producción, sino porque la fragmentación actual de los escenarios bélicos se nutre de otros arsenales más localizados: armas de antiguos ejércitos reconvertidos en milicias, intercam­bios entre vecinos, etcétera. O sea: yo te doy los fusiles de la antigua policía ucraniana y a cambio tú me das el monopolio del tráfico de heroína, y cosas así.

En cuanto al resto del mundo, casi todas las vie­jas revoluciones ya triunfaron; luego sería una estupidez hacerlas otra vez. Cierto es que en la mayor parte de los sitios muy pocas cosas han cambiado, y por algún curio­so fenómeno fisico sigue detentando el poder una canti­dad increíble de hijos de puta. Pero la revolución, lo que se dice la revolución, ya está hecha y a menudo enterrada. Basta darse una vuelta y ver los monumentos al héroe desconocido, al soldado del pueblo, a la independencia. Ver, por ejemplo, a Pinochet ejerciendo de abuelito ve­nerable; a los ejecutores de Ceausescu vendiéndonos una moto pintada de verde, como si no los hubiéramos visto a todos ellos jaleando al conducator igual que si fueran palmeros finos.

Me van a perdonar ustedes, pero siento nostalgia del viejo Kaláshnikov. De aquellos tiempos en que se le­vantaba como una bandera de libertad y todos creíamos saber contra quién dispararlo.

1 comentario:

Alkkáno dijo...

El Kaláshnikov es parte de nuestra historia en América Latina como pocas cosas, aunque yo prefiero la UZI..., pero bue...
Oiga guacho...
Ha sido seleccionado.
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